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El agua hiede, se ve verde. Un hombre vuelve al lago de su infancia para constatar que este se ha convertido en un vertedero, un caldo que bulle como una herida abierta de la guerra civil en Guatemala.
Ilustración de Juan Gaviria
Yo lo llamaba el lago. De niño, en la Guatemala de los años setenta, probablemente ni siquiera sabía su nombre. Ni tampoco me importaba. Solo había que conducir media hora desde la capital por una carretera estrecha y sinuosa –que sin falta me mareaba y hacía vomitar–, hasta llegar al chalet de mi abuelo libanés en la orilla del lago. Pasamos muchos fines de semana de mi infancia ahí, tirándonos del viejo muelle de madera, aprendiendo a nadar en las aguas heladas y azules, desenterrando del fondo antiguas vasijas y reliquias mayas, remando en unas tablas largas llamadas hawaianas mientras pececillos negros brincaban en la superficie y a veces hasta caían quietos sobre el acrílico. Suave, los empujábamos de regreso al agua.
Una madrugada, al despertar, encontramos a dos hombres indígenas flotando bocabajo cerca del muelle de madera. Estaban desnudos e hinchados. Guerrilleros, dijo mi papá, su tono lejos de cualquier compasión o misericordia. Yo aún era demasiado niño para saber que los militares solían desechar en el lago los cuerpos sin vida y torturados de sus enemigos. Unas semanas después, mi abuelo vendió el chalet.
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A mi papá ahora lo acompañaba un guardaespaldas. También apareció en la casa un vigilante: llegaba todas las tardes y se quedaba la noche entera sentado en un banquito al lado de la puerta principal, envuelto en un poncho de lana, con una escopeta negra sobre el regazo, un termo de café caliente en las manos. Y yo poco a poco me fui acostumbrando a dormir al estrépito de explosiones y tiroteos. El conflicto armado entre la guerrilla y el ejército, que llevaba más de una década en las montañas del país, había escalado y entrado a la capital.
Un día, en el verano del 81, hubo un combate en un barranco justo enfrente de mi colegio, en la colonia Vista Hermosa. El ejército había descubierto que una casa del barranco era un recinto secreto de la guerrilla (cuartel general subversivo, lo llamar&i...
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Ganador en 2010 del Premio de Novela Corta José María de Pereda con La pirueta. En 2019, Libros Malpensante publicó su volumen de crónicas "Biblioteca bizarra".
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